Por Juan Pablo Muñoz Patiño
A finales del año 2020 llegó a mi barrio un hombre viejo, venezolano, vino a visitar a su hijo, también venezolano, por supuesto; o eso fue lo que me dijo el viejo, que había venido de visita, como si yo fuera a juzgarlo si acaso me decía que había venido a quedarse porque en su país ya era insoportable, para un hombre que está en el ocaso, tener una vida normal. Empecé a verlo todos los días durante los paseos que doy a mi perro salchicha, que además anda en silla de ruedas, lo que genera empatía inmediata en quien nos ve recorriendo el parque que hay al lado del riachuelo que da límite al barrio. Allí mismo, frente a la quebrada, atravesando la manga del parque vive ahora don Cheo, pues según me dijo, lo cogió aquí en La Ceja, Colombia, la Pandemia, y tuvo que quedarse, pues no tiene cómo regresar a su país. A su hijo lo botaron del trabajo cuando empezó la Pandemia y la esposa del muchacho se las arregla vendiendo tamales y otras delicias de la gastronomía venezolana. Tienen dos hijos de cinco y ocho años, desescolarizados. También vive con ellos la abuela y un tío. No sé dónde cabe tanta gente en ese pequeño apartamento de menos de cuarenta metros cuadrados.
Hace dos años, cuando mi perro sufrió una hernia y no pudo caminar más, como parte de la terapia de recuperación, empecé a meterme con él al riachuelo, y pude ver cómo en el agua sus patas traseras se movían de nuevo, fuertes como dos aspas que lo propulsaban en el agua, aunque afuera de ella se volvían endebles como dos palos hechos de gelatina. El riachuelo es cristalino, limpio y está rodeado de maleza verde que te hace sentir lejos del ruido del mundo, disfrutamos mucho esos días, allí fuimos muy felices mi perro y yo. Tal vez fue por eso por lo que no se me hizo extraño en absoluto ver a don Cheo y a su hijo explorando la rivera del riachuelo.
A los pocos días lo vi deshierbando la orilla más ancha, cerca de la curva, donde el riachuelo ha fabricado una pequeña playa y una especie de península. Al paso de varios días vi cómo aplanó ese espacio, cercó la península y con unos palos de guadua construyó cuatro o cinco camas-baja, o como las nombró don Cheo, «barbacoas», para llenarlas de tierra fértil y sembrar semillas de cilantro, pimentón, ají, repollo, coliflor, lechuga, pepino zuchini, y acelga. Don Cheo construyó una huerta en un baldío sin vida. Luego aparecieron varios vecinos a decir que en el barrio no podíamos permitir que un venezolano se apoderara de la rivera del riachuelo, que luego iba a construir un quiosco y luego eso crecería y que así era que empezaban los barrios de invasión.
En el barrio hubo un debate entre los vecinos sobre el correcto uso del espacio público y sobre usufructuarlo o no y de qué manera. Pues sucedió que los vecinos nos organizamos y escribimos una carta a la Alcaldía del pueblo solicitando que dieran a don Cheo el permiso de continuar con su huerta, pues argumentamos que con su trabajo en la huerta, se garantizaba la permanencia de alguien en el parque a toda hora del día y así se espantaba a los muchachos que se metían detrás del matorral a consumir mariguana, también don Cheo barría las hojas caídas y en general, la imagen del parque había mejorado desde su llegada. La Alcaldía respondió, y no solo le dio permiso, sino que también el Secretario de Agricultura le trajo más semillas y acogió su huerta dentro de un proyecto de huertas caseras.
Desde el comienzo de la huerta ya han pasado cerca de seis meses, y he visto varias veces a don Cheo recorrer el barrio repartiendo lechugas, cilantro y acelga; yo mismo hice una deliciosa ensalada con sus regalos, porque nos regala sus verduras, no están para la venta. Don Cheo no ha tenido que luchar únicamente con los prejuicios de algunos vecinos, sino que también ha tenido que reconstruir las barbacoas de la huerta cuando las crecientes han arrasado parte de nuestra huerta, sin embargo, allá lo puede ver uno en la mañana, bregando la tierra, después de que, en la noche, con cada aguacero, yo he estado apretando dientes y esperando que a la mañana siguiente la huerta siga allí.
Al comienzo, cuando conocí a don Cheo y anticipé en mi mente todo lo que pensaba construir, pensé «como periodista», inmediatamente se me ocurrió la idea de grabarlo con mi cámara para registrar el proceso de asentamiento de la huerta y tener material adelantado para cuando llegara el momento de publicar algo. Luego me arrepentí y renuncié a documentar la historia, sin importar el resultado que tuviera; si lo echaban por invadir terrenos públicos o si prosperaba y llegaba a tener una huerta con rancho incluido. Preferí ser un testigo nada más. Me dio miedo poner en riesgo el objetivo de don Cheo si llegaba a publicar su emprendimiento. He visto empatía por parte de los vecinos, he visto cómo la mayoría lo apoyan y valoran su interés de incluirse en la comunidad, él y el resto de su familia. Esta es la primera vez que escribo algo sobre esta historia, y me enorgullece decir que renuncié a ser periodista para dar paso a una persona mirando a otra persona.
En nuestro trabajo no podemos renunciar a ser periodistas, pero sí podemos dar paso a ser más humanos, o no ver a los demás como fuentes de información, como cifras y datos que nos dicen que tenemos un gran problema. Tal vez la única forma de incrementar la resiliencia de estas personas es hacerles ver que somos tan humanos como ellos, que no podemos restarle a su peso para nosotros llevarlo, pero si les hacemos saber que sabemos por lo que están pasando, tal vez eso les dé más fuerza para seguir soportando.